Empujados por la inercia de ser forma con sentido
ríos en almíbar recorrían las venas de la tierra
hacia un destino indefinido, vomitados por cráteres noveles
(esófagos vírgenes aún de carne y agonía).
El mundo era casi un mundo
sin noche, sin estrellas todavía.
Era eterno el crepúsculo y palpitaban los instintos soterrados
allí donde la luz dormía toda, y los anhelos.
Recién nacida la muerte se pensaba
contemplando el prodigio del barro transformado,
calibrando aquél picosegundo del tiempo aún inexistente
en que ejercería, por vez primera,
su parco menester en la conciencia ya encarnada.
¿En qué arenas, en qué futuros hospitales,
en qué calles, en qué casas, conventos, ciénagas, colinas
debería proyectarse su futuro
haciendo permanente el irse y renacerse en el origen,
palpando las penurias de la carne de la mente emborronada?
El ciclo reciente de lo hecho y lo deshecho
vertió en el momentum una gota de dulzura:
en la mañana primitiva estalló el goce redivivo
del canto virgen, de los pies descalzos, del vibrar de los mandalas,
quebrando el misterio de los nudos de la sangre;
y en un intento agónico, las fábricas del Hombre
germinaron en espumas de sojas impolutas
que treparon por los muros levantados por el miedo y el silencio
para ir a fecundar los úteros del mundo.
Entonces bajaron a la Tierra nuevos seres irisados
que rompieron con miradas frías como el hambre
el silencio soberano de los órdenes del cielo…
Y fue la chispa de luz: el baile se hizo eterno
y la muerte pudo al fin instalarse en lo perpetuo.